Reconocer el derecho de los padres a interferir en la decisión de sus hijos mayores de edad de morir dignamente es un retroceso como sociedad
Pocas cuestiones plantean un debate tan intenso en una sociedad como la eutanasia. Su legitimidad se aborda, muchas veces apasionadamente, desde perspectivas éticas, morales o de creencias religiosas y, sobre todo, desde posiciones políticas partidistas, que tratan de prohibirla o ilegalizarla con propósitos exclusivamente oportunistas y de utilidad electoral. A pesar de este clima de confrontación, en muchos países como el nuestro han salido adelante leyes reguladoras que proporcionan a las personas que cumplan con los requisitos legalmente establecidos la opción de decidir libremente y sin intromisiones ajenas la posibilidad de elegir el momento de poner fin a su vida. La cita de Montaigne en el debate que se produjo en el Senado francés durante la tramitación de la ley de acompañamiento hasta el fin de la vida me parece definitiva: “La muerte más libremente decidida es la más bella. La vida depende de la voluntad de otros; la muerte, de la nuestra”.